
Es una noche húmeda en el viejo barrio. Camino por las calles, pobladas únicamente por los perros callejeros que ladran lastimeramente desde sus refugios en las entradas de las vecindades. De vez en cuando algún gato oscuro pasa frente a mi para ocultarse debajo de algún automóvil o se vuelve plano para cruzar debajo de algún zaguán. Tengo hambre, me dirijo en busca comida; una esquina antes de llegar al puesto ya me estoy saboreando los tacos de cabeza: con dos tortillas chiquitas, la carne cortada en pedazos pequeños, la cebolla, el perejil y abundante salsa verde; Tres tacos sobre un plato de plástico barato y envueltos con papel estraza: otro trozo del mismo papel será la servilleta donde limpiare mi boca y mis dedos del exceso de salsa. El taquero siempre sonriente, envuelto en el vapor del baño maría, cortando trozos de carne con su cuchillo preguntara si deseo otro.
Al dar la vuelta encuentro el puesto: vació, encadenado a un poste, de lamina blanca con techo y escrito en uno de sus costados: "El güero, tacos de cabeza" con un cebú pintado.
Miro mi reloj: es más tarde de lo que me imaginaba. Pienso ¿Donde podré encontrar algo para comer? Decido seguir adelante; iré a donde una señora prepara gorditas y quesadillas todas las noches cerca de la parada del trolebús algunas cuadras adelante; siempre tiene clientes aún entrada la madrugada.
Paso frente a la iglesia, cerrada y en silencio; algunos vecinos cuentan que hay fantasmas en el campanario, pero a mi no hay aparecido que me espante.
A la vuelta del atrio me estaban esperando. Se paran frente a mi; me detengo y los reconozco de inmediato, se que no tengo salida ni posibilidades de enfrentarlos.
Dos payasos: ropa de múltiples colores, zapatos de enorme tamaño, corbata blanca con bolitas rojas, peluca verde y anaranjada respectivamente, cada uno con un sombrerito, maquillaje en la cara y la infaltable nariz de plástico.
Lo admito: sentí miedo, uno nunca sabe lo que puede ocurrir frente a dos payasos; uno de ellos sostenía una mascada en sus manos: un arma siempre impredecible.
Se me acercan, muy despacio, con el bamboleo característico por usar zapatos tan grandes.
―¿Cómo estas amiguito?
No respondo.
―Dije ¿Cómo estas amiguito? ― Repite el payaso y de su manga surge un naipe, lo acerca a mi cuello y puedo sentir su filo cortante.
― Estoy bien.
― Bien. ― Aleja el naipe. ― Somos los payasos frijolito y bubulubu y venimos a hacerte sonreír. ― Me mira hosco nuevamente: ― ¡Que sonrías!
Con gran esfuerzo muestro los dientes en un gesto que poco tiene de sonrisa
― Muy bien, amiguito, ahora vas a darnos todo lo que tengas.
El otro payaso se para a mis espaldas y empieza a quitarme la cartera, el teléfono y el reloj.
Mientras tanto el otro, que permanece frente a mi, infla un globo rojo y lo retuerce una y otra vez con agilidad. Hace una horca con el globo y me lo coloca en el cuello.
― ¿Hay cariño o no hay cariño? ― Pregunta con su voz falsamente infantil, mientras sostiene el extremo del globo por encima de mi cabeza.
― Hay cariño. ― Respondo.
― Que buen muchacho. ― Dice el payaso bajando el globo y dejándomelo como corbata.
― Ahora se va a su casita y cuidadito de portarse mal.
Me dejan; camino algunos metros por la calle antes de voltear y verlos alejarse.
Empiezo a sudar e involuntariamente me estremezco: el coraje y la frustración los tengo a flor de piel, pero el miedo, la resignación y el falso consuelo de que no me quitaron gran cosa hacen que desista de cualquier intento de venganza.
Incluso me han espantado el hambre.
Caminando aún temeroso de encontrarlos paso frente a un parque; entonces veo a tres policías en su rondín caminando rumbo a mi.
La fortuna me ofrece la oportunidad, si bien no de recuperar lo perdido quizá de obtener desquite. Me acerco a ellos corriendo.
― Oficiales, me acaban de asaltar.
Los policías voltean a verme con mirada esquiva: sus chamarras de cuero con estoperoles, sus botas militares con casquillos cromados, sus insignias de tela descolorida; dos de ellos altos, morenos, con exagerado corte militar, uno usa aretes y un percing en el labio, el otro solo usa uno muy brillante en la nariz.
El tercer policía camina detrás de ellos, mas bajo que los otros, no usa camisa, puedo ver su espalda tatuada, va caminando con los brazos extendidos y mirando el suelo como si jugara a ser avión, hasta que se estrella en un poste y se queda abrazándolo.
― ¿Puede describir a los sujetos? ― Pregunta el mas alto.
― Eran dos payasos, uno dijo llamarse bubulubu y el otro frijolito.
Los dos policías se ven entre si, como si supieran ya de quienes se trata.
― Mire joven, si quiere levantar una denuncia tendrá que pasar al Ministerio Publico.
Antes que el policía continué puedo ver a sus espaldas, por una de las calles saliendo los dos payasos, caminando despreocupadamente hacia nosotros.
― ¡Allí oficial! ¡Esos son!
Los policías voltean a ver a los payasos; estos se dan cuenta e inician la huida, saltando los matorrales e internándose al parque, en un momento su vestimenta multicolor se ha mimetizado con el ambiente.
Con un veloz movimiento de sus manos el policía ha sacado de entre su uniforme unas pesadas cadenas, el otro se arma con un tubo. Lanzan el silbido que es su toque de guerra y salen corriendo tras de los payasos.
El tercer policía parece reaccionar al silbido, se incorpora y saca de una bolsa de su holgado pantalón unos chacos con los que juega girando sobre su cabeza y detrás de su espalda en posición marcial. Antes de unirse a la persecución gira los chacos y se golpea con ellos de lleno en la cara.
El oficial cae noqueado y con la nariz rota; me quedo junto a él, esperando el regreso de sus compañeros.
Al dar la vuelta encuentro el puesto: vació, encadenado a un poste, de lamina blanca con techo y escrito en uno de sus costados: "El güero, tacos de cabeza" con un cebú pintado.
Miro mi reloj: es más tarde de lo que me imaginaba. Pienso ¿Donde podré encontrar algo para comer? Decido seguir adelante; iré a donde una señora prepara gorditas y quesadillas todas las noches cerca de la parada del trolebús algunas cuadras adelante; siempre tiene clientes aún entrada la madrugada.
Paso frente a la iglesia, cerrada y en silencio; algunos vecinos cuentan que hay fantasmas en el campanario, pero a mi no hay aparecido que me espante.
A la vuelta del atrio me estaban esperando. Se paran frente a mi; me detengo y los reconozco de inmediato, se que no tengo salida ni posibilidades de enfrentarlos.
Dos payasos: ropa de múltiples colores, zapatos de enorme tamaño, corbata blanca con bolitas rojas, peluca verde y anaranjada respectivamente, cada uno con un sombrerito, maquillaje en la cara y la infaltable nariz de plástico.
Lo admito: sentí miedo, uno nunca sabe lo que puede ocurrir frente a dos payasos; uno de ellos sostenía una mascada en sus manos: un arma siempre impredecible.
Se me acercan, muy despacio, con el bamboleo característico por usar zapatos tan grandes.
―¿Cómo estas amiguito?
No respondo.
―Dije ¿Cómo estas amiguito? ― Repite el payaso y de su manga surge un naipe, lo acerca a mi cuello y puedo sentir su filo cortante.
― Estoy bien.
― Bien. ― Aleja el naipe. ― Somos los payasos frijolito y bubulubu y venimos a hacerte sonreír. ― Me mira hosco nuevamente: ― ¡Que sonrías!
Con gran esfuerzo muestro los dientes en un gesto que poco tiene de sonrisa
― Muy bien, amiguito, ahora vas a darnos todo lo que tengas.
El otro payaso se para a mis espaldas y empieza a quitarme la cartera, el teléfono y el reloj.
Mientras tanto el otro, que permanece frente a mi, infla un globo rojo y lo retuerce una y otra vez con agilidad. Hace una horca con el globo y me lo coloca en el cuello.
― ¿Hay cariño o no hay cariño? ― Pregunta con su voz falsamente infantil, mientras sostiene el extremo del globo por encima de mi cabeza.
― Hay cariño. ― Respondo.
― Que buen muchacho. ― Dice el payaso bajando el globo y dejándomelo como corbata.
― Ahora se va a su casita y cuidadito de portarse mal.
Me dejan; camino algunos metros por la calle antes de voltear y verlos alejarse.
Empiezo a sudar e involuntariamente me estremezco: el coraje y la frustración los tengo a flor de piel, pero el miedo, la resignación y el falso consuelo de que no me quitaron gran cosa hacen que desista de cualquier intento de venganza.
Incluso me han espantado el hambre.
Caminando aún temeroso de encontrarlos paso frente a un parque; entonces veo a tres policías en su rondín caminando rumbo a mi.
La fortuna me ofrece la oportunidad, si bien no de recuperar lo perdido quizá de obtener desquite. Me acerco a ellos corriendo.
― Oficiales, me acaban de asaltar.
Los policías voltean a verme con mirada esquiva: sus chamarras de cuero con estoperoles, sus botas militares con casquillos cromados, sus insignias de tela descolorida; dos de ellos altos, morenos, con exagerado corte militar, uno usa aretes y un percing en el labio, el otro solo usa uno muy brillante en la nariz.
El tercer policía camina detrás de ellos, mas bajo que los otros, no usa camisa, puedo ver su espalda tatuada, va caminando con los brazos extendidos y mirando el suelo como si jugara a ser avión, hasta que se estrella en un poste y se queda abrazándolo.
― ¿Puede describir a los sujetos? ― Pregunta el mas alto.
― Eran dos payasos, uno dijo llamarse bubulubu y el otro frijolito.
Los dos policías se ven entre si, como si supieran ya de quienes se trata.
― Mire joven, si quiere levantar una denuncia tendrá que pasar al Ministerio Publico.
Antes que el policía continué puedo ver a sus espaldas, por una de las calles saliendo los dos payasos, caminando despreocupadamente hacia nosotros.
― ¡Allí oficial! ¡Esos son!
Los policías voltean a ver a los payasos; estos se dan cuenta e inician la huida, saltando los matorrales e internándose al parque, en un momento su vestimenta multicolor se ha mimetizado con el ambiente.
Con un veloz movimiento de sus manos el policía ha sacado de entre su uniforme unas pesadas cadenas, el otro se arma con un tubo. Lanzan el silbido que es su toque de guerra y salen corriendo tras de los payasos.
El tercer policía parece reaccionar al silbido, se incorpora y saca de una bolsa de su holgado pantalón unos chacos con los que juega girando sobre su cabeza y detrás de su espalda en posición marcial. Antes de unirse a la persecución gira los chacos y se golpea con ellos de lleno en la cara.
El oficial cae noqueado y con la nariz rota; me quedo junto a él, esperando el regreso de sus compañeros.
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