Es una calle por la que anteriormente viajaba el tranvía; aún permanecen encajadas en el pavimento las vías de hierro que hace décadas no son utilizadas. En esta calle hubo varias mansiones de la época porfiriana; ahora son esqueletos de ladrillos, vigas de madera y herrajes oxidados; eran casas de campo cuando las construyeron, ahora están inmersas entre edificios vulgares en un barrio cuya decadencia hace mucho fue olvidada.
A la vuelta de una esquina, en un estrecho callejón, se puede encontrar aún la casa de Barbara; desolada. Ventanas sin vidrio cubiertas por maderas, algunas caídas, detrás de las que solo se percibe oscuridad. Una puerta con candados y cadenas, que no impidieron que fuera allanada innumerables veces.
Al atardecer, tres personas saltan la barda sin dificultad. Desde la azotea observan la casa, y les parece pequeña, de una sola planta con tres o cuatro habitaciones, y el famoso jardín. Se descuelgan desde el techo y caen en medio de esa tierra oscura que muchas veces ha sido escarbada y removida.
Entrando en la casa se constata el paso de aquellos que vinieron antes; las paredes ennegrecidas por un incendio y las fogatas de los vagabundos que alguna vez ocuparon el inmueble han sido rayadas con los nombres de los valientes que han pasado una noche aquí; con un cuchillo u otro filo han levantado el hollín y el yeso bajo él para plasmar su firma y la fecha. Uno de ellos señala con orgullo una marca en la esquina de la habitación: "Manuel-Septiembre-98". Los otros dos miran las paredes, encontrando firmas familiares. En un rincón limpio de marcas empiezan a rubricar: "Vicos y Memo", pero Manuel los detiene.
―Nada de eso, no marcaran hasta que hayan pasado la noche.
Los muchachos levantan los hombros y prosiguen explorando la casa.
Los cuartos están llenos de basura, excepto uno, en el cual alguien pinto un pentágrama en el suelo, el cual los tres visitantes no se atreven a pisar.
―Aqui se hacían misas negras.― Dice Manuel en voz baja a sus compañeros como si temiera que alguien más les escuchara.
En la última habitación no hay nada, tan solo un viejo espejo cuyas esquinas han perdido el reflejo. Vicos toma una piedra del suelo, como buen vándalo, y se dispone a lanzarla contra el cristal. Nuevamente Manuel lo detiene.
― No hagas eso; el espejo esta maldito, es lo último que queda de la vieja loca.
Como todas las mañanas Barbara se levanta con el canto del gallo, antes de que amanesca.
Se mira al espejo, sus cabellos están revueltos, blancos en su totalidad. Durante un largo rato cepilla su cabello; con una peineta lo recoge en un gracioso chongo.
Examina la orografía de su rostro arrugado, se mira con recelo como para asegurarse que la que esta ante el espejo aún es ella; después cambia la expresión de su rostro, sonríe y ve en el espejo cuanto tiempo puede permanecer ese brillo en su mirada sin que tenga que esforzarse en ello. Dedica varios minutos en esa operación; por último se espolvorea con polvo de arroz para blanquearse el rostro. Cuando sale a la calle es una adorable viejita más que va al mercado.
Ha oscurecido ya; Manuel, Vicos y Memo se han instalado en el cuarto del espejo para pasar la noche. Han encendido una pequeña fogata con periódico, basura y ramas de un árbol seco del jardín.
― Les contare como la vieja se volvió loca. ― Dice Manuel mientras se fuma un cigarro sentado cerca de la fogata. Vicos y Memo toman de la misma botella de Ron.
― A la mujer la abandono el marido y se murieron sus hijos, en las noches se escuchaban sus gritos de desesperación.
―Eso no es cierto,― replica Memo,― yo si me se la historia; sucede que la vieja parecía una persona normal; nadie supo cual era su edad, pero aún la gente mas vieja la recordaba siempre como una anciana, debió vivir más de cien años. Fuera de eso nada raro había en ella. Pero sucedió que un día en la mañana se despertó y encontró que no tenía nada para comer.
Barbara sale de su casa en la tarde; a la hora precisa en que el hambre es mayor, porque sabe muy bien que no solo ella estará hambrienta. Camina un rato al lado de las vías del tren que cruzan muy cerca de su casa. No tarda mucho en ver lo que buscaba.
Un niño, de ocho o nueve años; caminando solo por las vías, con la cara sucia y una expresión de tristesa; su ropa no esta muy andrajosa, acaso tendrá unos pocos días de haber abandonado el hogar.
Barbara se le acerca de la manera más cautelosa y le pregunta donde están sus padres; como lo esperaba el niño no responde. Se le acerca más y le dice ― Mira como estas de sucio, seguramente tendrás mucha hambre.― El niño asiente. Barbara le sonríe y le da una palmadita en la cabeza.
― La vieja atraía a los niños con mimos,― prosigue Memo con su relato,― a veces con un caramelo, otras hablándoles muy dulcemente; de una u otra forma los traía aquí, a su casa, los bañaba, les preparaba algo que comer y después los invitaba a dormir una siesta.
― Espera, ― Le interrumpe Vicos,―¿Si no tenía nada para comer, entonces como les preparaba comida a los niños?
―Eso fue solo la primera vez, las siguientes fueron únicamente por gusto.
― Hace mucho tiempo había un hermoso collar que era la admiración de todo el mundo; estaba hecho de brillantes, cada uno de color distinto, todos juntos formaban un alegre arco iris.
Pero sucedió que un día el collar se rompió y los brillantes rodaron por el suelo. Por mucho tiempo se busco cada uno de los brillantes y fueron apareciendo en los lugares más insospechados; poco a poco el collar volvió a ser el arco iris que era. Pero faltaba un brillante, un brillante pequeño que rodó más lejos que cualquier otro; sin el cual el collar estaría incompleto. Todo el mundo busco el brillante perdido, pero no lo encontraron. Había caído en un rincón oculto y el polvo cubrió su brillo. Así pasaron los días y la esperanza de encontrarlo se desvanecía. El pequeño brillante seguía en el rincón, cada vez lo cubría más el polvo y el olvido. Cansados, dejaron de buscarlo y se resignaron a que el collar se quedaría incompleto. El cielo lloro la perdida del brillante; y algunas gotas fueron a dar en el rincón bajo el cual estaba. Poco a poco fue creciendo una plantita del mismo rincón; de la planta nació una flor, y de la flor surgió una mariposa de colores, que no era otra que el brillante perdido transformado. Elevo el vuelo alejándose de todo lo que es malo y sucio. Se fue por el cielo donde están los arco iris.
El niño se ha dormido; Barbara lo observa largo rato, peina sus cabellos con la mano.
De la bolsa de su mandil extrae un pequeño saco de harina; con delicadesa lo coloca en la cabeza del niño y lo extiende hasta cubrirla por completo, al final anuda el cordón.
― Aquí es donde se deshacía de los restos,― dice Manuel, su aliento se condensa al hablar en el frió de la madrugada; ― los enterraba en su jardín; todavía es posible que halla algunos huesos; nadie sabe con certeza cuanta gente mato.
― No era solamente una asesina.― Responde Manuel regresando a su lugar junto a la fogata, mira a Memo y este asiente convencido. ― La vieja de esta casa no era otra que la Madre Muerte.
― No mames ¿Que es eso?
― Piensa en esto, si las mujeres nos traen a la vida, entonces ¿No sera que la vida les pertenece a ellas? ¿Que pasaría si en lugar de darnos la vida decidieran quitárnosla? Tomar lo que por derecho es suyo; eso hacía ella, cada vez que tomaba a una criatura no hacía más que regresarlo de donde surgió.
En su forma de ver el mundo ella también los amaba, porque los libraba de una existencia de miseria y dolor.
― Vaya clase de amor. ―Vicos se empina la botella acabando con su contenido. Piensa en lanzarla lejos, pero recuerda algo que quiere hacer desde que entro a ese cuarto.
Levanta la botella sobre su cabeza, dispuesto a dar en el blanco, pero se detiene de improviso.
Manuel y Memo se percatan de la repentina parálisis de Vicos y a la luz de la fogata ven como se ha puesto pálido.
Ambos voltean y miran en el espejo.
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