
Otra vez están tocando a la puerta. Arcadio ignora los golpes, no espera a nadie.
Se ha quedado dormido sentado en su sillón; siente los resortes encajarse en su espalda y las tablas de madera crujir a cada uno de sus movimientos. Pone la mano sobre el apoya brazos para levantarse; sus dedos penetran la tela corroída y toca el relleno, que parece disolverse al contacto.
Es medio día y hace un calor bochornoso en el departamento; otra vez Arcadio se siente más que sucio, hediondo. Va al baño e intenta tomar un baño, con la vana esperanza de que el agua limpie esa pesadez que lo agobia.
La cañería rechina al abrir la llave de la regadera, surge un chorro de agua fría que al tocar la piel de Arcadio se torna marrón y espesa, se desliza pesadamente por su cuerpo hasta formar un charco burbujeante que tarda en ser absorbido por el desagüe.
Arcadio permanece desnudo en el baño por un rato, mientras la humedad de su piel se evapora. La última de sus toallas es un jirón inservible que cuelga de un tubo oxidado en la pared.
Arcadio se pone sus mismas ropas: un conjunto deportivo de Nylon; lo único que a estas alturas no se ha estropeado.
Se sienta en el mismo sillón e intenta seguir con su trabajo. Encuentra dos trozos de cerámica que encajan entre si. Con mucho cuidado abre una lata de pegamento, usando dos desarmadores como extensiones de sus dedos. Con una brochita de plástico aplica el pegamento en la unión de las partes; es una tarea que requiere cantidades ingentes de paciencia, pues el pegamento al hacer contacto con la brocha, casi de inmediato se cuaja, formando largas hebras que se enredan se ensucian y apelmazan en el breve trayecto de la lata a los fragmentos.
Horas mas tarde tocan de nuevo a su puerta. Se levanta, percatándose repentinamente del hambre que tiene.
Entre abre la puerta; es el muchacho que le hace mandados, trae una bolsa con comida.
Arcadio regresa hasta su habitación por su cartera. En el suelo yace el colchón destripado donde duerme, todos los muebles se encuentran vencidos, en camino de convertirse en astillas. Con unas pinzas metálicas de joyero, Arcadio abre su cartera, y sin tocarlo con sus dedos toma un billete que carga hasta la puerta de entrada. Lo desliza hacia fuera y espera que el muchacho lo tome, después abre la puerta solo lo suficiente para tomar la bolsa de plástico que contiene su almuerzo.
― Por favor cómprame otra lata de pegamento. ― Dice Arcadio por la ranura; el muchacho dice “esta bien”.
En un rincón de la cocina se sienta sobre el suelo, con la bolsa de comida frente a él. Espera un rato en contemplación de los envases de sopa, ensalada y guisado; es quizá la peor parte del día y quiere tener suficiente hambre para soportarlo.
Con un suspiro mira en la mesa de la sala, la escultura que accidentalmente rompió, desatando un maleficio. No sabe si sus esfuerzos por restaurarla sirvan de algo; solo tiene la ligera esperanza de que estando completa se levante la horrenda maldición que pesa sobre él.
Haciendo acopio de valor, Arcadio toma una cuchara y abre el envase con sopa, arremete en él casi de un solo trago, mas sin embargo puede sentir como burbujea al pasar por su garganta y un aroma putrefacto invade el ambiente. Lo más difícil es la carne: albóndigas en esta ocasión. Intenta masticar y tragar con rapidez, antes de que la bola de carne molida se convierta dentro de su boca en cosas que se muevan y retuerzan tratando de escapar por sus labios cerrados. La agonía de la comida termina como siempre con un dolor de estomago y nauseas que Arcadio soporta tapándose la boca mientras su cuerpo se estremece; hasta que el malestar pasa: Arcadio piensa que en su estomago la porquería en la que se convirtió su comida se ha degradado tanto que deja de hacerle daño.
Regresa a su trabajo e intenta pegar otros trozos de la escultura, pero el pegamento sobrante dentro de la lata acaba por cuajarse.
Tocan a la puerta: Piensa que debe ser el chico de los mandados con la nueva lata de pegamento, justo a tiempo.
Abre la puerta únicamente lo suficiente para asomarse, pero una mano se mete por la ranura y empuja, después es un brazo, un hombro y por último una cabeza, los que se abren paso al interior del departamento.
― Ya estamos hartos, te largas ahora mismo, ¿Me escuchaste?
Los esfuerzos de Arcadio por mantener al invasor fuera de su casa son infructuosos. Con un último empujón vence su resistencia y planta sus pies en el departamento.
― ¿Qué es ese olor? Por dios, es peor aquí adentro.
Arcadio corre a la recamara y trata de ocultarse dentro del closet.
― Por favor déjeme, me iré en cuanto termine mi trabajo, lo prometo; por favor no se me acerque.
El hombre va tras de Arcadio y se encentra con las puertas del closet cerradas. Con una de las patas de la deshecha mesa de la cocina improvisa una palanca y empieza a abrir el closet sin prestar atención a las suplicas de Arcadio. Por fin logra arrancar la puerta y lo encuentra arrinconado en posición fetal.
El hombre empieza a patear a Arcadio, incluso lo golpea con la pata de mesa que tiene en las manos, Después lo toma del cabello y lo arrastra fuera de la habitación.
― Por favor, no me toques.
El hombre va jalando el peso de Arcadio, hasta que a mitad de la sala siente que la respiración le falta, por alguna razón Arcadio se ha vuelto terriblemente pesado. Pero al mirar sus manos se da cuenta que se encuentran pálidas y resecas, a cada momento van deshidratándose y los huesos empiezan a ser visibles.
El hombre siente vértigo y un terrible cansancio; Arcadio se ha levantado, su mirada denota horror e impotencia, incapaz de mantenerse de pie el hombre se aferra de los hombros de Arcadio; este tan solo musita: ― No, no, no. ― Cierra los ojos.
Escucha el caer en el suelo de varios objetos pequeños y duros; supone que son los dientes. Después el bulto que lo abraza se va deslizando lentamente produciendo un siseo parecido al de los granos que se escapan por un costal rajado.
Con lágrimas en los ojos, Arcadio va hasta la puerta y la cierra, desviando la vista del montículo de polvo, ropa y cabello que ha quedado a mitad de su sala.
Comentarios