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LA EDUCADORA


Se supone que te deberían gustar los niños; es lo que todo el mundo dice.

Quizá antes, pero ya no, después de tantos años de sufrir con los hijos de otras.

Lo que al principio pareció una buena idea se ha convertido en la peor parte de la tortura: la soledad y la derrota es más amarga cuando acaricias lo que nunca podrás poseer.

Constantemente escuchas decir lo dulce que es tu labor; son mentiras. Los niños son criaturas siniestras, lo demás no pueden entender como los pequeños confabulan contra ti, como te atormentan larga y lentamente con su maléfica inocencia.

Guardas una muñeca en el fondo de un cajón, lejos de las miradas indiscretas; esta allí desde que alguna niña descuidada la olvido y nunca la reclamaron.

La sacas de vez en cuando, siempre en las tardes, a solas y en silencio.

Acaricias su cabello de estambre y estrechas el suave cuerpo de trapo.

A veces crees que es un niño, de carita sonrosada, ojos juguetones y cabello laceo, tal como lo has soñado, con su piel suave y cálida.

Tomas un cordón blanco, lo anudas alrededor del cuello, lo giras una y otra vez, apretándolo sobre su pequeña garganta; sientes su mudo estremecimiento, su saliva tibia escurrir hasta tu mano. Ves como su piel se torna azul y se empieza a enfriar lentamente.

Despiertas dándote cuenta que aún sostienes la muñeca y una agujeta blanca aprisiona el cuello. La sueltas aterrorizada y te pones a llorar.

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