Los cinco nos paramos al pie de una profunda barranca;
en medio de un bosque seco y requemado por el sol en la sierra de Guerrero.
Antes de bajar Bernardo nos lanza un discurso; una vez
más confirmo que es un fantoche:
― A ver mariquitas: aquí empieza la aventura, no
quiero que nadie se me raje a medio camino, ¿entendieron?
Felipe es el primero. Se sostiene de las rocas dando
la espalda a la barranca, desliza los pies en el vació del abismo. Encuentra
con el tacto el tan esperado punto de apoyo: empieza a descender.
Cuando Felipe va a medio camino Efrén hace otro tanto:
después me toca a mi.
Es angustiante pensar que si algo sale mal caeré más
de cincuenta metros hasta el fondo de la barranca; por eso no pienso: me concentro
en encontrar el escalón de hierro con la punta de mi zapato. Lo toco: suspiro
de alivio; me deslizo aún con el alma en un hilo, mi otro pie se apoya: ahora
el siguiente escalón. Al fin sujeto la escalera con mis manos: ¡Que bien se
siente! Desciendo con seguridad. Bernardo dijo que no volteáramos abajo para
evitar el vértigo; no puedo resistir la tentación: Felipe esta llegando al
suelo, Efrén sigue bajando a media escalera; parecen arañas pegadas a la pared.
Todo el camino siento la adrenalina subirme por la espalda los brazos me
tiemblan: agarro con fuerza la escalera mientras bajo.
El siguiente es Edgar, el Tobi; parece que tiene
problemas de decisión, como es
costumbre; cuando piso el suelo miró hacía arriba, y él todavía no
empieza a bajar.
Efrén empieza a quejarse: ― ¿Porque trajimos al gordo?
Va a echar a perder todo.
Los tres miramos los titubeantes intentos del Tobi por
encontrar el escalón y escuchamos sus lloriqueos.
Cansado de esperar me dice Felipe: ― Oye, vamos a ver
la cueva.
Dejamos nuestras cosas a orilla del río: seguimos la
corriente. El río socava las entrañas de la montaña: allí donde las paredes de
la barranca se juntan. Un arco de roca
se alza a veinte metros de altura: imponente y lúgubre como la entrada del
infierno. Desde afuera no se adivinan las dimensiones de la caverna, solo se
sabe que es enorme; el eco del agua que fluye al interior contrasta con el
canto de los pájaros del bosque. Acalorados y mojados en nuestro propio sudor
la caverna nos recibe con un abraso gélido que nos estremece.
Con gran esfuerzo Edgar llega al pie de la escalera;
enseguida baja Bernardo. Descansamos: el camino desde la carretera ha sido
agotador. Por la vereda fuimos siguiendo las flechas pintadas en las rocas de
la orilla: nos llevaron a subir un cerro y luego bajarlo por un camino lleno de
guijarros. Llegamos a donde empieza la pendiente rocosa de la barranca; la
descendimos sujetándonos a un cable de acero que otros excursionistas han
empotrado a las rocas: el cable termina en la orilla del precipicio donde se
encuentra la escalera de hierro afianzada a la pared. Por supuesto, podríamos
haber seguido caminando por la ladera hasta encontrar el río, pero es un camino
que nos tomaría varias horas recorrer.
Preparamos el equipo para entrar al río: consiste en
una lata cuadrada de pintura o manteca acondicionada como mochila. Los botes
tienen una doble función, mantienen la ropa y la batería de la linterna secos,
y además sirven como flotadores, indispensables en los tramos en donde el agua
es profunda.
― No hay ningún peligro allá adentro ―nos dice
Bernardo para darnos confianza― siempre y cuando no hagan estupideces; la
última persona que se murió aquí, se cayo de la escalera; pónganse el equipo,
es hora de entrar.
Nos colocamos nuestras linternas en la cabeza después
de conectarlas a la batería con un cable que atraviesa por un pequeño orificio
al interior del bote.
Entramos al río y caminamos rumbo a la caverna, con el
agua apenas en los tobillos.
Hay grandes rocas sobre el lecho que no hace mucho han
caído sobre el río; las rodeamos y miramos arriba como si esperáramos que la
siguiente cayera en cualquier momento.
Poco a poco los sonidos del exterior se van quedando
atrás: la corriente del río y el chapotear de nuestros pasos, los únicos
sonidos audibles.
A media penumbra se puede ver aún algunas aves que
vuelan al interior de la cueva cazando insectos al vuelo.
Después del primer recodo el reflejo de la luz del
exterior en las paredes es suficiente para iluminar la siguiente galería; es
difícil percibir el momento en que la luz desaparece por completo, hasta que
uno se encuentra con la oscuridad absoluta.
Las lámparas iluminan nuestro camino; lleno de rocas
de todos tamaños que en ocasiones, en un descuido, nos golpeamos con ellas la espinilla.
Bernardo ha dejado a Efrén ir al frente, le sigue unos
pasos atrás. Caminamos sobre playas de arena formadas en los recodos, y cuando
faltan estas caminamos por el cause del río.
De repente Efrén se sume hasta la cabeza en el agua,
surge rápidamente gracias a su flotador y su desesperado pataleo; Bernardo ríe
a carcajadas, nos explica: ― Esta es la primera fosa, hay que cruzarla nadando,
dejen que sus botes los mantengan a flote, si se cansan agarréense de las rocas
de la derecha
El agua esta fría, pataleo y muevo los brazos como
perrito, es la única forma: el bote alza mi espalda y para que no me sumerja la
cabeza debo nadar recargado en el bote,
como si fuera sentado. Salir del agua es otro Shock: hay una corriente de aire
que sigue al río, uno se congela con la ropa mojada hasta los calzones. Solo
caminando se alivia este enfriamiento que hace temblar los dientes.
Desde los primeros tramos Edgar fue retrazándose,
caminando atrás del grupo, siempre dudando a la hora de hacer un esfuerzo. Cada
rato nos detenemos a esperarlo cuando se detiene a sacarse la arena que se
acumula en sus calcetines.
― Pareces niñita, ― le grita Bernardo, y amenaza ― si
no te apuras te dejamos atrás.
― No, por favor espérenme, ya voy, no vayan tan
rápido, espérenme.
A un par de horas de camino se encuentra una galería
cuyo techo colapso, un paraje conocido como "La Claraboya". A decenas
de metros sobre el río entran los rayos del sol por un hueco, la luz corta en
dos la oscuridad de la caverna.
― ¿Ya vamos a llegar? ¿Cuanto falta? Ya estoy cansado,
vamos a parar ¿si?
Las quejas de Edgar se repiten con más frecuencia,
cada vez más molestas.
― Tengo que sacarme arena del zapato, espérenme
muchachos.
Nuevamente nos detenemos: el Tobi se sienta a orilla
del río y con toda calma limpia su calcetín. Los demás damos vueltas alrededor
para no enfriarnos.
― ¿Donde quedo mi otra bota?
La pregunta me sorprende, me acerco a él: ― ¿Donde la
dejaste?
― Aquí en la orillita, ayúdenme a buscarla.
Revisamos detrás de cada piedra del rededor: no la
encontramos.
― Se la debió llevar la corriente
― ¡No, son las botas de mi papá!, me mata si les pasa
algo.
― Tal vez la encontremos más adelante, puede que se
atore en las piedras.
― O se hunde en la siguiente fosa. ― Agrega Efrén con
ganas de molestar.
― Vamos a caminar. ― Dice Bernardo poniéndose en
marcha.
Seguimos el paso apresurado de Bernardo, el pobre Tobi
trata de seguirnos apoyando su pie descalzo en las piedras del río y caminando
sobre la arena donde se puede.
― No vayan tan rápido, esperen por favor.
Nuestro guía camina a paso inmisericorde, Edgar va
retrasándose cada vez más, hasta que sus ruegos nos llegan como un eco
lastimero y lejano.
― Vamos a esperarlo. ― Digo a Bernardo, pero actúa tan
sordo al Tobi como para a mi.
Felipe y yo bajamos el paso para esperar al gordo,
Bernardo y Efrén siguen a su paso, sin miramientos.
― Oigan muchachos, me van a esperar, ¿verdad?
Felipe mira con angustia como la luz de las linternas
de Bernardo y Efrén se pierden de vista al frente y como el paso de Edgar es
tan lento.
― Oye, voy a decirle a Bernardo que nos espere. Mira,
creo que ya no estamos tan lejos de la salida.
Asustado y apenado Felipe nos deja, apretando el paso
para alcanzar a Bernardo y compañía.
Quedarse a solas en este lugar es como estar atrapado
en un tubo: escuchas el correr del agua, todo es oscuridad excepto por el
pequeño circulo de luz que ilumina la linterna; para salir hay que seguir la
luz, si es necesario arrastrándose, pero en una sola dirección.
Edgar llega conmigo: el pobre esta muerto de miedo,
cojea ostensiblemente y no es para menos, las piedras del río lastiman aún con
los zapatos puestos.
Casi llorando me pregunta: ― ¿Porque son tan malos
conmigo?
¿Porque somos malos con él? Será porque es un gordo, latoso y chillón;
será porque nunca intenta defenderse de las burlas y parece gustar que lo
maltraten.
― Solo tú te has buscado estos problemas.
― Estoy seguro que deje la bota junto a mi, no pudo
irse así nomás.
― Me refiero a seguir a Bernardo: siempre que hacemos
una excursión eres el primero en apuntarte, solo para que te hagan sufrir,
¿Acaso te gusta ser el puerquito de todos?
― ¿Y que debo hacer? ¿Quedarme en casa, escondiéndome
para que nadie se burle de mi? Después de todo ustedes son mis amigos; casi
siempre son una bola de sangrones, pero me dejan estar con ustedes.
― Vámonos, ― le digo― la salida esta cerca.
El camino se hace muy largo; Edgar no vuelve a
quejarse ni ha pedido que nos detengamos: al fin aprendió a sobrellevar la
incomodidad, o tiene demasiada prisa por salir como para quejarse; su paso es
lastimeramente lento.
Detrás de nosotros escuchamos un murmullo: un sonido
indefinible que surge de varios puntos a la vez; ¿Un aullido?, ¿Un
quejido? Seguimos caminando.
Murmuro entre dientes: ― no hay nada raro aquí
adentro. ― Seguimos volteando hacia atrás.
Algo se mueve al fondo de la galería: pareció un relámpago.
En la oscuridad más absoluta algo va dejando rastros luminosos a nuestras
espaldas.
Nos detenemos entre las rocas para descansar: la
verdad estamos muy agotados como para correr.
La fuente del sonido se acerca, son muchas voces: de
repente podemos ver claramente no una, una multitud de linternas que iluminan
la caverna. Lo que se oye es una canción: es otro grupo que viene cantando.
Después del susto es doble el alivio el ver rostros
amigables de nuevo.
El guía se acerca a nosotros: ― ¿Tienen problemas?
Seis o siete excursionistas se detienen alrededor de
nosotros, cada uno con su bote a la espalda y una linterna en la frente: Les
contamos todo lo que ocurrió.
― Puedo prestarte unos zapatos. ― Propone uno de
ellos; Edgar sin salir de su asombro acepta de inmediato.
Acompañar a esta gente resulta más agradable que
seguir a Bernardo: ellos van con calma, disfrutando del momento. Nos ofrece
cacahuates uno de ellos; reanudando la marcha nos unimos al coro para cantar
"El rey" y otras canciones.
Aproximadamente un kilómetro antes de llegar a la
salida una tenue coloración rosada se percibe en las paredes: es la luz del
exterior que, rebotando a través de la caverna, llega disminuida hasta la
profundidad engañando la vista, porque no es claridad mi oscuridad y nos hace
creer en un pronto final, el cual se dilata caprichosamente.
Ansiosos damos las últimas vueltas a la gruta,
pensando que la salida esta en el siguiente recodo.
Por fin, cuando el cansancio pesa sobre nuestras
espaldas y las piernas flaquean nos encontramos quizás con la imagen más
impactante de nuestras vidas: la luz del día entrando como torrente en la
inmensa caverna, en la que fácilmente cabría un velero.
El aire fresco nos intoxica con su frescura: sentimos
emerger de un mundo de sueños; siento que podría tocar el filo de las sombras,
parecen tan sólidas como la roca que las proyecta.
Flotamos para salvar el último tramo de agua; a la
izquierda se abre la boca de otra caverna, más profunda, más misteriosa: un
reto para otra ocasión.
Las aguas de ambos ríos se combinan, una es más fría
que la otra; juntos forman al río Amacuzac. La aventura termina allí: en el
fondo de otra barranca; una escalinata de piedra nos llevara hasta el mirador
de las grutas de Cacahuamilpa.
Sobre la playa al pie de las escaleras dormitan plácidamente Bernardo, Efrén y Felipe: en medio de los tres hay una bota.
Apenas levantando la cabeza dice Bernardo: ― No lo vas
a creer, la encontramos casi aquí afuera.
No sé Edgar, pero yo, no le creo.
Comentarios