El Triunfo es la cantina de mayor tradición del rumbo. Durante algunas semanas estuvo clausurada,
como suele estarlo con cierta regularidad.
Nicolás
caminó varias veces el cada vez más largo camino desde su casa para encontrar
la cortina abajo y los ostensibles sellos de clausura.
Esa tarde,
con alegría la encontró abierta; tiene muchas cosas por hacer, pero en varias
formas necesitaba regresar aquí: Cruzar la puerta vaquera, aspirar el aroma a
cigarro, alcohol, detergente de pisos, sudor y pasiones.
Se sienta
en su lugar; la misma mesa en casi cuarenta años, apartada del barullo de otras
mesas pero con vista de todo el establecimiento.
Observa a
su alrededor; no hay rostros conocidos, únicamente jóvenes imberbes que hacen
sus primeros acercamientos al alcohol y a las mujeres.
Se recuerda
a si mismo, el día en que entro por vez primera a El Triunfo, junto con sus
amigos del colegio, después de escapar de clases. Fue esa ocasión que encontró a su padre en la
misma cantina, besándose con una mujer.
Frente a él pasa Tomas, el cantinero, antes de
atender a otros clientes se detiene a la
mesa de Nicolás para saludarlo y tomarle su orden.
Las canas
empiezan a cubrir la cabeza del cantinero, bajo y moreno, con la cara arrugada
de tanto sonreír. Tomas ha atendido a
Nicolás a lo largo de veinticinco años, esté lo recuerda desde sus primeros
días, poco tiempo después de que en una riña apuñalaran a el cantinero anterior
que atendió a Nicolás y su padre por otros tantos años también.
Tomas le
toma su orden. Se percibe su pesadumbre a pesar de la sonrisa. ¿A cuántos
clientes habrá visto así? En el espejo Nicolás
voltea a ver su rostro. Es la imagen que se ha acostumbrado a mirar, escaso
cabello, los pómulos caídos y papada; se lleva las manos a la cara para sentir
las arrugas.
Tomas
siempre fue bueno para saber cuando uno llegaba con el corazón roto, ¿Por qué
no habría de ser así ahora?
Nicolás
mira su reloj, lo trae en la mano derecha, una garra inservible debido a la
artritis.
Ya se hace
tarde, aún así toma con toda calma su bebida, sabe que su doctor se lo
reprocharía, pero la verdad ni siquiera eso importa.
El reloj
fue una regalo que recibió de su abuelo; con un suspiro Nicolás piensa en como
le hubiera gustado tener un hijo al cual dárselo.
De los
hijos de sus mujeres no quiere ni acordarse: sabe que llegado el momento se
pelearan entre ellos por obtener cualquier cosa de él.
Le llama a
Tomas: el cantinero se acerca, siempre atento.
Quiero que
conserves este reloj. Le dice, se lo quita y lo coloca en la mano del
cantinero. Tomas se muestra renuente a aceptar el obsequio, pero Nicolás insiste.
Con lágrimas en los ojos el cantinero se lleva el reloj al bolsillo.
A continuación paga su bebida.
No es nada,
la casa invita, le responde Tomas. Le da
un abraso al cantinero y sale.
En la calle
se encuentra con un limosnero parado frente a la cantina; vacía su cartera y le
deja todo el dinero en el sombrero que usa para pedir.
Caminando
de regreso a casa, despacio y con la respiración agitada, va pensando en que
fue una buena decisión dejarle el reloj a Tomas, aún cuando los rumores no
fueran ciertos.
Tomas el
cantinero es hijo de la mujer con la que se besaba su padre la primera vez que Nicolás
entro a El Triunfo.
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Enrique Medina
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