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¿QUIEN CUIDARA A LOS NIÑOS?

Bruno se revuelve en su cama, abre los ojos: todo esta en silencio. Serán las seis de la mañana, la claridad del día se asoma por los tragaluces de la bodega.
Esta inquieto, recostado sobre el colchón; su hermano Miguel también esta despierto, lo mira desde la cama que comparte con los más chicos. Más allá esta Oscar: él duerme solo también.
Dan ganas de quedarse otro rato dormido, no hay nada que se lo impida; pero esa inquietud, como presentir que algo va a pasar, hace la cama incomoda.
Bruno se levanta y camina por la bodega, encontrando todo tal como lo dejaron en la noche. Revisa las trampas que resguardan las entradas: hilos tendidos a modo que si alguien pasa por allí tire una pila de latas y botellas.
Manuel se a levantado también, recorre sus territorios igual que su hermano. Oscar despierta, ve a los dos levantados y vuelve a dormir; las trampas fueron su idea, por eso confía que si algo pasara el retumbo de las latas le habría avisado.
No hay novedad; Bruno cruza por entre los anaqueles repletos de mercancías hasta llegar donde están los sillones; se sube en uno, el mas cómodo: se siente como el jefe de familia.
No hay nada que hacer hasta el desayuno, así que puede quedarse ahí, meditando los problemas, como buen hombre de la casa.
El terror de aquella noche no se olvida; en las noches tiene pesadillas que repiten paso a paso lo que ocurrió: Mamá despertándolos a mitad de la noche; papá hablando por teléfono mientras se visten, diciendo cosas que no entiende. Subir al automóvil y salir a toda velocidad; detenerse para recoger en el camino a Oscar, quien vagaba por la calle con la vista perdida. Dirigirse a la carretera y permanecer atorados en la salida de la ciudad. La gente saliendo de sus automóviles, corriendo despavoridas alejándose de la ciudad.
Mamá les pide esconderse bajo los asientos; los cubre con sabanas y ropa. Memo y Víctor lloran, Mamá pide que se queden callados; después se escuchan voces y gritos; las puertas se abren; todo queda en silencio.
Memo y Víctor ya despertaron también, Bruno los puede escuchar desde su lugar; regresa con ellos, pero antes toma de los anaqueles una caja de cereal y leche en polvo: la del refrigerador hace mucho se hecho a perder.
Los desayunos siempre son melancólicos, los niños extrañan a sus padres.
― ¿ Saben ? ― dice Memo, - anoche soñé que mamá y papá son ángeles ahora, y nos están cuidando desde el cielo.
― No es cierto― le contradice Manuel, que sopea un biscocho duro en la leche para hacerlo digerible. ― Ellos están bien, van a venir a buscarnos y nos iremos a casa.
Víctor, el más pequeño de los hermanos, se pone a llorar, muy serio en su lugar, su carita se enrojece y las lagrimas ruedan por sus mejillas. Memo y Manuel empiezan a discutir quien tiene la razón.
― Cállense, todos cierren la boca. ― Ordena Bruno, sus hermanos obedecen.
Oscar permanece apartado, come en silencio sus hojuelas de maíz; solo él sabe que le ocurrió a su familia y porque caminaba por las calles cuando todo el mundo se apresuraba por huir; pero no lo ha dicho, ni siquiera Bruno se atreve a preguntarle; aunque son de la misma edad, Oscar es el más grande de los dos; su actitud hosca motiva a los hermanos a tratarlo con temor.
Un ruido en el exterior hace que todos guarden silencio.
― ¿Que fue eso?
― Parecen los pasos de un gigante- dice Memo.
― Fueron truenos ― replica Bruno tranquilizándolos.
― Eran explosiones ― agrega Oscar lúgubremente.
Permanecen en silencio, solo después de un largo rato reanudan el desayuno.
Cuando se atrevieron a levantar la cabeza de las cobijas dentro del automóvil afuera todo era silencio. Nadie había alrededor, solo coches parados con las luces encendidas; las casas en la orilla de la carretera estaban abandonadas y oscuras. Solo cuando el sol estuvo bien alto los niños salieron del automóvil y recorrieron los alrededores.
Todo estaba deshabitado. El miedo y la desesperación hizo presa de ellos, y el sueño, y el hambre. Hasta que llegaron al supermercado: rompieron una ventana del baño que daba a la calle; apilaron botes y bultos hasta alcanzar la ventana. Adentro encontraron un lugar cómodo, seguro y abundantemente aprovisionado para refugiarse algunos días, que fueron pasando uno tras otro.
Manuel, Víctor y Memo juegan correteándose por los pasillos, escondiéndose entre los anaqueles. Bruno y Oscar discuten aparte sobre lo que habrán de hacer.
― Es sencillo, ― dice Oscar animado ― en la carretera buscamos un coche que arranque, lo llenamos de cosas que necesitemos y nos vamos.
― Pero ¿a donde vamos a ir?
― Pues a donde halla gente. Ante el silencio de Bruno, agrega, ― debe haberla, en algún lugar.
― ¿ Crees poder manejar un coche ?
― No es difícil, ya lo he hecho otras veces.
― ¿ Y la gasolina ?
― Se la sacamos a los otros, no hay problema.
Bruno permanece callado, pensando. Víctor deja el juego para acercarse a su hermano mayor.
― Me duele la panza.
― Te acabaste la bolsa de dulces, ¿ verdad ?, te dije que te iban a hacer daño; déjame ver que puedo darte.
El hermano mayor deja a Oscar sin haber tomado una decisión, este sabe que esta evitándola.
Víctor junto a su hermano se dirige a la sección de farmacia.
La hora más difícil de pasar dentro de la bodega es el anochecer y antes de irse a dormir, sin televisión, a la luz de las velas; han solucionado el problema abriendo los paquetes de la sección de juguetería: ya se han aburrido del turista, juego de memoria, armar rompecabezas e incluso del domino. Esta noche juegan Lotería sobre los colchones, marcando las casillas con frijoles de una bolsa despanzurrada en el suelo.
― ¡La sirena! ― Anuncia Manuel. Memo coloca el frijolito y se emociona pues se ha emparejado con Oscar y solo le faltan dos casillas.
― ¡El sol! ― Víctor se saca de la boca un fríjol y lo coloca en su lugar.
Manuel levanta la siguiente carta. Un estruendo los hace brincar: la pila de latas y botellas ha caído.
Los niños se levantan; Bruno toma a sus hermanos y se los lleva al fondo de la bodega. Oscar apaga las velas y toma un tubo que tenía guardado junto al colchón; sigue a los demás.
El hombre revisa el lugar donde los pequeños estaban: camina con sigilo, carga con una enorme pistola.
Desde abajo de un aparador cinco pares de ojos lo observan.
― Nos quiere matar. Murmura Manuel. Los mayores se encuentran casi fuera del aparador;
Oscar se da cuenta del objeto que Bruno sostiene en las manos.
― ¿De donde la sacaste? ― Pregunta en voz baja pero no menos sorprendido.
― Estaba en un cajón de la oficina; no quería que los chicos la vieran.
― Que bueno, damela.
― No, yo la encontré.
― Pero soy el más grande.
― Que no, es mía.
El hombre parece escuchar algo, se acerca al aparador.
― Entonces apuntale bien a la cabeza. ― - Replica Oscar resignado.
El flamazo ilumino el rostro del hombre antes de caer, la detonación dejo sordos a los niños por varios minutos.
― La pistola es para mi. ― Exclama Oscar saliendo del escondite. ― Mira, es más grande que la tuya, y la navaja también. Emocionado sostiene las armas.
Encienden las velas y ven el rostro del muerto, Bruno siente un vacío arriba del estomago cuando lo ve, prefiere no hacerlo.
― ¡El valiente! ― Grita Manuel con la carta en la mano, ― ¡Lotería!
― ¡ Tramposo ! ― Le reprochan sus hermanos.
El automóvil aparece a la vuelta de la esquina, es grande y elegante. Se detiene frente al supermercado, donde los hermanos esperan, junto a un montón de bolsas en la orilla de la calle.
Oscar desciende, trae puestas las ropas del intruso, con los pantalones y la camisa recortados, el cinturón bien apretado, en el cual porta su pistola.
Bruno, a su forma, también se uniformo con las cosas que había en el supermercado, con su propia pistola al cinto.
Cargan las cosas en el baúl y se disponen a partir.
― Tengo que ir al baño. ― Exclama Memo.
― Yo también. ― Agrega Víctor.
― Pues vayan al baño. ― Les apura Bruno.
― ¿Para que ir tan lejos? hagan allí. ―Señala Oscar.
Los niños se arriman a un árbol y se bajan los pantalones; cuando han concluido regresan al automóvil y arrancan. Se alejan por la carretera, junto a una interminable hilera de vehículos abandonados.

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