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VOCES PERVERSAS


Otra vez en el mugroso club Campestre; como siempre, Mamá quiso que se pusiera la mesa junto al lago. Papá coloca encima su televisión, para no perderse el fútbol.

Alejandro y Edgar se han ido a las canchas y Sandra ayuda preparando la comida.

Yo soy Ramón, odio este lugar. Mi familia me arrastro hasta aquí; preferiría estar sólo en mi habitación toda la tarde, aunque luego digan que soy un acedo: no me importa.

Sentado en el embarcadero puedo verlos a todos y tirar piedras al agua.

Soy un chavo de secundaria y me va más o menos: no muy bien, pero podría ser peor. Tengo un par de amigos en la escuela y nada más. A veces voy al negocio de papá a pasar la tarde, no me deja ayudarle en nada porque dice que soy muy chico para entender el negocio; pero Alejandro y Edgar se encargan de un montón de cosas y les pagan por eso.

Sandra va a la prepa; dice que va a estudiar una carrera: Sicóloga.

Yo todavía no se que hacer: son tantos años para seguir estudiando, y Papá dice que no puedo trabajar con él antes de cumplir los dieciséis.

Ahora va llegando la familia del socio de papá: Los Bojorges.

Es la escena más típica, papá presentando a cada uno de sus hijos con el señor gordo y calvo y su esposa.

― Ya conocen Edgar y Alejandro, mis muchachitos.

― Ah, si. – Contesta el mantecoso. – Los veo a cada rato; ¿Ya están listos para encargarse del negocio de su papi?

Todos se ríen del chistecito.

― Sandra, mi niña aquí.

― Es igualita a ti. – Dice la señora para halagar a Mamá.

Por último voy yo.

― Ramón es el más chiquito. – Me presenta y como siempre agrega: - Es mi accidente de una noche.

El señor Bojorges se ríe mientras aprieta mi mano, como si me la quisiera romper.

― Yo no quería venir. – Digo antes de que suelte mi mano y de que olvide lo que el viejo acaba de decir.

No me quedo a ver sus caras; ya se que se habrán enojado. Me siento cerca de la mesa para comerme las jícamas y los pepinos con chile; escucho a Mamá disculparse con la señora Bojorges.

― Es que ha estado muy presionado por la escuela: estudia tanto...

Acabamos de comer, estoy de regreso en el embarcadero. Mis hermanos se van de nuevo a jugar tenis, ahora con los hijos de los Bojorges. Los adultos siguen alrededor de la mesa, platicando y bebiendo.

Una de las niñas Bojorges viene hacia acá: ha de ser una boba; claro, ya se sentó junto a mi, ahora va a querer hablar de sus cosas odiosas de niñas.

― ¿Por qué estas aquí tan sólo?

― Así me gusta.

― ¿Mejor solo que mal acompañado?

― Tal vez.

La niña no se va, insiste.

― ¿Y que haces?

― Escucho.

― ¿Escuchas el viento? ¿A los pájaros? ¿O las olas que rompen en el embarcadero?

― No, escucho voces.

― ¿Voces?

― ¿No las escuchas tu? Hablan todo el tiempo, las puedo oír cuando estoy en silencio y pongo atención. Son dos, hace algún tiempo eran voces de hombre, pero una ha ido cambiando, ahora es mujer. Siempre están discutiendo. Nunca escuchan cuando les hablo, pero siempre están hablando de mi, o de los que me rodean, quizás ahora estén hablando de ti.

Allá va Maru, no quiso seguir platicando, he, he, he. - Dice “Ella”.

― La chava esta bien buena. – Responde “Él”. – Ese Ramón ya esta grandecito, deberían gustarle las viejas.

Ha de ser joto el cabrón.

¡Cállense!, ¡Púdranse Mierdas!.

Las voces siguen allí, parece como si nunca dejaran de hablar, pero puedo ignorarlas.

¡Como me aburro! Odio este lugar.

― ¿Ya viste a la hermanita? Tiene unas piernas, y sus melones, parece que le van a reventar.

¿Sabes como se llama a lo que Ramón esta pensando? Se llama incesto.

¡Órale!, eso no lo estoy pensando, solo es algo que dicen las voces, no significa que realmente piense en eso, o que lo vaya a hacer.

No recuerdo hace cuanto las empecé a escuchar; ya casi no se lo digo a nadie ¿Para que me digan que estoy chiflado? Además a veces tienen ideas geniales.

― Ahí vienen esos bueyes, se creen los grandes tenistas.

― Oh, si, he, mira como le cuelgan las panzotas, han de venir sudando como marranos, y a lo que van a apestar al rato.

En la mesa han encendido una grabadora; el señor Bojorges se ha levantado, toma a su esposa y se pone a bailar. Los viejos hacen lo mismo; todos han tomado pareja y bailan alegremente; solo Maru se ha quedado sola.

Papá me hace señas para que vaya con ellos a unirme a la diversión.

Me levanto y camino en sentido contrario, siguiendo la orilla del lago.

Hasta acá me llegan sus gritos llamándome, pero me hago el desentendido.

― Que familia tan molesta ¿Te has dado cuenta?

― Sería chido que dejaran al pobre Ramón en libertad.

― Vivir solo, sin verle la cara a nadie; ir a donde quiera cuando se le de la gana, comer lo que se le antoje todos los días.

― ¡Ahh! La libertad, no hay nada igual.

― ¿Cómo sería la vida sin el ruco?

― No estaría todas las mañanas para levantarlo, he he, ni molestaría en las noches para que se apague la televisión.

― Ya no habría el: Ramón saca el coche, Ramón tráeme cigarros de la tienda, Ramón mete al perro, Ramón tráeme esto, tráeme lo otro y él sentadote en el sillón.

― No es capaz de hacer nada por si mismo, es un huevón , tienen que hacerle las cosas todo el tiempo.

Ya es tarde, el sol casi se oculta tras los cerros; sopla un viento muy fuerte que levanta olas en el lago, a lo lejos se levantan algunas tolvaneras.

Allá en el picnic Edgar y Alejandro sostienen la lona para que el viento no la vaya a volar.

Voy regresando de darle la vuelta al lago, arrastrando los pies para no llegar.

― Ramón, mueve la camioneta para que metamos cosas. - Grita Papá.

Me lanza las llaves y las cacho en el aire. Camino a un lado de la mesa, todos están ocupados recogiendo los trastes y el mantel; Sandra esta agachada enfrente, apagando el anafre.

¡INCESTO! - Grita una de las voces, me paro en seco y le doy la vuelta.

La camioneta esta al fondo del estacionamiento; cuando llegamos al medio día estaba repleto, ahora solo quedan unos pocos automóviles.

Arranco, la dejo calentarse algunos minutos. Mis hermanos están colocando las bolsas y las canastas en la orilla del estacionamiento.

Piso el clutch, muevo la palanca hacia la primera velocidad y avanzo despacio.

Papá y Alejandro bajan de la banqueta cargando la hielera; me están dando la espalda.

― ¡LIBERTAD!

Mi pie pisa el acelerador, un fuego brota de mis pecho hacia los brazos y piernas, tiemblo y a la vez me pongo rígido, como si fuera de madera. Trago saliva, tengo un océano en la boca; la velocidad me extasía, los metros van desapareciendo y ellos todavía no voltean; aprieto los dientes, siento que los ojos se me van a salir.

Mi cerebro sufre un choque eléctrico, quedo fundido, pero mi cuerpo sigue conduciendo.

Mis dedos se incrustan en el volante, mis pies brincan hacia el freno. La camioneta se colea cuando giro la dirección, casi se voltea. Escucho el choque y veo un montón de cosas volar por los aires. Por fin se ha detenido.

Alejandro llega corriendo y abre la puerta violentamente.

― ¿Qué te pasa idiota? Mira lo que hiciste.

Lo miro sin saber que contestar. Algo debió ver en mi que cambio su rostro de la furia al horror.

Rápidamente todos se acercan y me rodean: Mamá, Edgar, Alejandro, Sandra, los señores Bojorges, Maru... ¿Dónde esta Papá?

Me llevaron con el loquero; les dije lo de las voces y me reclamaron nunca haberles contado, estoy seguro que si lo hice, muchas veces, pero nunca me hicieron caso.

Ahora no escucho voces, pero muy quedito, como si se escondieran detrás de mi oreja, escucho risas, chiquitas y burlonas.

Pero no estoy loco.

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